Al cruzar la calle, espero a que el tranvía doble la esquina delante de mí. Pasa tan cerca que podría tocarlo si estirara el brazo. Camina tranquilo, como un enorme gusano que se va comiendo la ciudad. Es el dueño de la calle y lo sabe muy bien.
Pasan ventanas cargadas de gente, y finalmente gira entero y desaparece. Pero ahora ya no está la calle. Todo ha empezado a girar con el tranvía. Giran los cables, las casas, las bicicletas y los adoquines. Siguen ese movimiento lento que los va a llevar al mismo sitio una y otra vez. Este es el tiovivo en el que tantas veces he entrado.
Me dejo llevar por el suave movimiento bajo mis pies. Mecida en estas vueltas veo soldados de plomo e infinitas canicas. Veo cortinas rojas que tiemblan a la luz de unas velas.
Quizás aprenda hoy cómo se abre un cacahuete...