Ríos, ríos de hielo
corrían en vez de sangre.
Los músculos papilares, como
estalactitas de fría piedra caliza,
sujetaban las paredes agrietadas
de la caverna cardíaca,
vomitando bocanadas
de glaciares ensangrentados
a cada latido.
Sentía como si cada nervio
de su cuerpo estuviera enredado
en un tallo de rosa de cristal
con sus mil espinas clavándose en él.
Y creía el maldito sol
que calentando su piel podría fundir
los afilados témpanos de dolor
que se arrastraban impasibles
por sus vasos, rasgándolos,
haciéndolos jirones en cada recodo.
Añoraba la certeza de si volvería
a llegar la primavera.
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