Las letras mudas se desangran en la garganta
y en las lágrimas.
Desgarra la culpa, despedaza, despelleja
la carne marchita.
Y el recuerdo abrasa ahogando en cenizas
la risa.
Una trenza de pelo negro
se hace enorme y te envuelve
como una enfermedad.
Te agarra de la garganta,
paraliza las cuerdas vocales,
y encharca los pulmones:
los baña en aceite hirviendo.
Mil insectos minúsculos
hurgan con sus miles de patas
en tus órganos sólidos,
haciendo agujeros,
creando lagunas inmensas
y vacías.
Vacías…
Dentro de la cajita de música daba vueltas una bailarina, como en la gran mayoría. Quizá el simple tópico que suponen sea lo que les da un aire especial. Las notas saltaban en un gran círculo anaranjado, al son del giro de la muñeca. La voz de él encandilaba a la cajita y a la bailarina, y la habitación se teñía de calor con el vibrar grave de su garganta. Voz cobriza y profunda, sus palabras marcaban el ritmo de la danza del mundo. Ella le miraba atenta, tratando de atrapar todos los sonidos en un solo instante. Tras un par de compases de escucha, comenzaba a cantar, alegre. Cantaba un aria de gratitud, de sentirse protegida en esa voz que todo lo envolvía. Solo sentía paz.
La nieve te escupe directamente a los ojos.
Asco.
Cielo mudo, suelo mudo.
Y desearías que te escupieran también.
La indiferencia.
Día en blanco.
La gente se esconde bajo el abrigo.
Para no mirarte a la cara.
Tu fracaso.
No va a dejar de nevar.
Aunque la rabia te intoxique.
A lo mejor los copos te hacen cosquillas.
Absurdo.
Solo te puedes reír.
Ceguera.
Pararse y oír al suelo, al cielo.
Escuchar los murmullos de los abrigos.
Día blanco.